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Reflexiones migrantes en tiempos de pandemia

Por Afrocósmica

Hace un par de semanas, la ex Miss Venezuela y presentadora de televisión Catherine Fulop, subió a su cuenta personal de instagram un video donde mostraba muy orgullosa a la trabajadora doméstica que por la contingencia de pandemia global del coronavirus, se había quedado «encerrada” en su casa. Gracias a la denuncia de varias organizaciones antirracistas de la región argentina, el video cruzó la cordillera, quedando en evidencia ante las mujeres que nos organizamos desde el Sur, las precarias condiciones a las que se ven sometidas las trabajadoras de casas particulares para sostener los cuidados de la vida de otros por sobre la propia. 

La romantización racista que promueve el vídeo se hace evidente en el tono falsamente familiar y chancero de una patrona que gritonea desde los jardines y que al verse reflejada en cámara junto a su empleada doméstica, no puede evitar comparar sus pieles y, tratando de dar explicación a esta semejanza apenas cromática, se ve impulsada a decir: “nos vemos rebronceadas, qué lindas”. La mujer trabajadora, que se sabe recluida en la cocina, no pierde tiempo en corregir: “si igual yo soy negra”. “Ella es una negrita. Bueno, ¿y entonces?”, concluye la ex Miss negando la posibilidad de que la trabajadora diga aún más. La patrona insiste en remarcar la diferencia fundamental: la negra no es ella. La negra es la que sin tomar el sol en los jardines, lleva en su piel la marca de la opresión histórica.

Las mujeres venezolanas hoy nos encontramos atravesadas y envueltas en una diáspora que nos obliga a dejar nuestro territorio para encontrar el sustento en otras regiones. En el hacerle frente a ese despojo hemos tenido que lidiar con el racismo de otros Estados que encuentran en nosotras la mano de obra barata que necesitan para sostener sus economías y que sin embargo nos niegan los derechos más elementales. También hemos debido hacer frente a los prejuicios sociales que sobre nosotras se han construido con base en instituciones como el Miss Venezuela, desde donde se nos dibujó a las venezolanas ante el mundo como las más lindas y más tontas. Esto ha supuesto en las vidas de cada una de nosotras distintas experiencias de racismo cotidiano. Es por eso que no podemos dejar de sospechar que el video de esa reconocida actriz venezolana alimentará esa imagen estereotipada que se tiene de nosotras. Pero ante ello debemos preguntarnos, ¿podemos referirnos a Catherine Fulop como una mujer migrante como lo somos nosotras? De seguro ella diría que las migrantes somos nosotras. Y en eso le daríamos total razón. Y es que acá estamos ante la presencia de relaciones coloniales: Catherine Fulop es una mujer de origen venezolano que se mudó a Argentina portando un capital económico y social que le valió la posibilidad de incorporarse inmediatamente a la élite de un país que explota la fuerza de trabajo de mujeres racializadas. Nosotras, en cambio, hemos debido salir obligatoriamente y apenas con el cuerpo que nos supone la fuerza de trabajo que habremos de vender para sobrevivir. Las migrantes somos nosotras.

¿Por qué detenernos en esta imagen donde se destila el racismo estructural de las comunidades en Abya Yala? ¿Cuál es la frontera de estos imaginarios que reconfiguran nuestras identidades y nuestro ser en el mundo? A propósito del video que me ha quedado dando vueltas en la cabeza, quiero compartir un par de reflexiones:

La crisis actual y las políticas de control y vigilancia impuestas por los Estados nacionales, coloca a las corporalidades migrantes y racializadas en situación de despojo permanente. Pérdida de trabajos formales por un lado y por otro, privación del espacio público para quienes ejercen comercio ambulante a propósito de las medidas preventivas contra la aceleración de contagios masivos; protocolos de atención diferenciados en acceso a la salud, ya que la imposibilidad de regularizar la situación migratoria producto de las mismas políticas racistas deja a una gran cantidad de migrantes en situación de irregularidad. Sin documentos no hay derechos. 

Somos los cuerpos migrantes/racializados los que, producto de las violencias sistémicas que configuran nuestro «ser en el mundo», en momentos de crisis nos tornamos aún más desechables. Todo sea por sostener el sistema y los privilegios de unos pocos. No será de extrañar que las cifras de contagios la incrementen los migrantes, aunque esto no se vea reflejado en los conteos oficiales. Pregúntese: ¿Quiénes son los repartidores de las plataformas de Uber Eats, Pedidos Ya, Rappi? ¿Quién será el cuerpo de sacrificio para llevar el antojo del restaurante favorito?

Por otro lado, mientras los gobiernos dicen tener “el control ante la pandemia”, las fronteras físicas se vuelven los nuevos campos de concentración en donde decenas de personas, entre elles mujeres y niñes hacinades en la interperie, en paupérrimas carpas improvisadas para resistir el frío, no logran cruzar las fronteras por impedimentos de los Estados. Así corre en marcha la limpieza social, trabajadoras/es migrantes emprenden caravanas de retornos (véase la situación de las fronteras en Huara o Arica en Chile) por no encontrar la sostenibilidad de sus vidas.

Curioso y sospechoso es que antes de la pandemia teníamos que esperar meses para saber el cálculo de una multa impuesta por extranjería. Ahora una de las medidas para “atender” a la población migrante, optimizó el sistema para hacer el cálculo de multas de manera inmediata a través de una plataforma online: ¿Acaso Chile pretende que les migrantes paguemos la crisis? ¿La celeridad administrativa sólo se aplica al momento de sacarnos el dinero de los bolsillos? El Estado nos deja sin trabajo, sin ingresos, pero quiere que a toda costa paguemos una multa. 

En los países del Sur, el trabajo de nana o trabajadora doméstica remunerada se ha venido sosteniendo en los últimos años por la mano de mujeres migrantes y racializadas, a pesar de contar con poco resguardo legal ni protección social, y el nulo reconocimiento de su trabajo en la sociedad patriarcal y colonial. Actualmente, por ejemplo, quedarían fuera del supuesto Fondo Solidario de Cesantía. Y esto sin olvidar que el espacio donde desarrollan su trabajo, es decir el doméstico, las deja al margen y expuestas a una serie de abusos por parte de sus empleadores. ¿No somos seres humanos y trabajadoras que merecemos ser cuidadas? ¿No necesitan nuestras vidas también ser sostenidas en estos tiempos? ¿O acaso debemos asumir pasivamente el rol de servidumbre moderna?

Cuando repito una y otra vez el video, y escucho la palabra “negrita”, mi mente viaja a la época escolar donde muchas veces el ser negra poseía una carga peyorativa, una carga que arrastré hasta muy entrada en la etapa universitaria. En Venezuela, a pesar de contar con una importante población afrodescendiente y negra, la negación de nuestras raíces y el racismo estructural está alimentado por una institución que ha definido por más de 50 años el estereotipo del ser mujer en Venezuela. 

El “Miss Venezuela” es el dispositivo cultural misógino del Estado patriarcal y colonial venezolano. El culto a la belleza se convirtió en paradigma para las niñas que fuimos alguna vez. Planchar tus crespas cabelleras, tener pautas alimenticias que caían en la anorexia, odiar tu nariz, tu labios, evitar el sol para no seguir oscureciendo tu piel, intervenir tu cuerpo. Tal cual, como rito se convirtió en el sacrificio físico, mental y emocional para desear ser blanca, rubia, ojos claros y delgada (el famoso 90-60-90) y sentir que mereces la corona de “la mujer más bella”. Premio máximo del reinado hetero-patriarcal. 

Es difícil pensar o encontrar solidaridad antirracista en mujeres que son escogidas por criterios racistas y misóginos, como lo promueve la cultura de las misses.

En tiempo de políticas de muertes, donde se profesa el capital productivo y reproductivo por encima de la vida, pero también por sobre los demás seres vivos y ecosistemas, como subjetividades diaspóricas, migrantes y racializadas tenemos el imperativo ético de develar y denunciar esas violencias y estructuras que nos despojan de humanidad no sólo en nuestros territorios de orígenes, sino también habitando en un nuevo territorio. Como dijo Lolita Chávez (indígena Maya K’iche y migrante en España) en un reciente programa de radio “no tenemos territorio, pero hay que territorializarlo, hacerlo nuestro”. Tejer lazos profundos de apoyo mutuo entre nosotras y nuestras comunidades será la posibilidad de salir juntas de esta crisis. 

Abortar es el horizonte. Abortar no solo las fronteras físicas, sino las mentales y emocionales. Esta se ha vuelto una necesidad intrínseca para quienes seguimos transitando por Abya Yala.

Fotografía: Felipe Jácome

Afrocósmica (Jenn Piña)

Feminista antirracista. Sujeta diaspórica y transfronteriza, nacida del Caribe. Politóloga de cartón. Residencia en $hile desde hace 4 años. Maga de lo colectivo, soñadora de hacer lo imposible, posible. Cree en la escritura como catarsis y en la poesía para sanar el duelo migratorio. Actualmente participa de la brigada migrante feminista (Valparaíso), tejiendo puentes entre mujeres y disidencias migrantes.