No hay necesidad de que las palabras se enconen en la mente. Germinan en la boca abierta de una niña descalza entre las multitudes inquietas. Se secan en las torres de marfil y en las aulas de las universidades
Gloria Anzaldúa[1]

Imagen por Gabriela Contreras
El trazo que dibuja nuestras formas de mirar está configurado por lo corrosivo de la imposición; el desacato heredado hace lo suyo, sin embargo, estamos sosteniendo peligrosamente un aparataje perverso, que valida una sola forma de saber. Cuando reviso la cantidad de esculturas que se sujetan a fuerza colonial en nuestros territorios, no puedo dejar de encontrarme con los monumentos simbólicos que nuestros cuerpos han cargado y cuánto hemos omitido esa herida. Los espacios de escritura, por ejemplo, se circunscriben a la razón colonialista de las instituciones del saber, por cierto, que hay algunas rebeldías aceptadas en la academia, pero el cuerpo no tiene posibilidad de defender allí, la complejidad su extensa memoria, de hacer evidente la borradura, como si escindirnos fuera parte del proceso escritural. En ese andamiaje vuelven a mí las preguntas de Anzaldúa “¿Quién nos dio el permiso de realizar el acto de escribir? ¿Por qué será que el escribir se siente tan innatural para mí? Hago cualquier cosa para posponerlo – vaciar la basura, contestar el teléfono. La voz vuelve a recurrir en mí: ¿Quién soy yo, una pobre Chicanita del campo, que piensa que puede escribir? ¿Cómo aún me atrevo a considerar hacerme escritora mientras me agachaba sobre las siembras de tomates, encorvada, encorvada bajo el sol caliente, manos ensanchadas y callosas, no apropiadas para sostener la pluma, embrutecida como animal estupefacto por el calor? Qué difícil es para nosotras pensar que podemos ser escritoras, y más aún sentir y creer que podemos serlo”.
En este mismo registro Audre Lorde, oscureció hermosamente los senderos y dijo: “siento, luego puedo ser libre”[1], porque tal vez escribir, en vez de situarnos en pedestales, solo se trate de eso. De modo que negar la piel, las aguas emanadas, la humedad de nuestro sexo al encarnar un poema, o temer aquellas oscilaciones, no es para nosotras, las que tenemos una sangre enredadera, las geografías desobedientes, que crecimos sin bibliotecas, pero viendo florecer la tierra. Caminando entre cerros y nubes, con las rodillas rotas, encendiendo horizontes azules, besando a nuestras amigas en busca de algún ardor.
No puedo omitir que desde el continente sobre valorado han querido instalar sus blancas y delgadas historias, como cuerpos universales, insisto, ese monumento debe arder urgentemente.
Y es que el modo occidental, su pensamiento, nos ha querido calladas. Nos ha hecho temer a la inmensidad de lo que sentimos. Así evadimos la tibieza de los poros erizados, la frágil certeza del instinto, porque nos enseñó a desconfiar de las voces de nuestro cuerpo, a cubrirnos con esas verdades que dicen nuestros nombres, pero no hablan de nosotras. Es como la invención de las distancias señaladas geográficamente, que exacerban divisiones, para atrapar nuestros tiempos con la monumentalidad de los silencios que produce.
Hay que desmonumentalizar el pensamiento y lo sabemos, porque viajando entre tiempos, hemos comprobado que los mapas exageran las distancias. Estando en distintas latitudes nos encontramos en sueños y dibujamos una lengua que solo nosotras sabemos leer, asimismo vuelvo a la cocina de mi abuela cuando me pongo a guisar cebolla, ajo, ají de color. En esa fragancia ella sigue latiendo, en esa fuga de la realidad, forjada por la lógica del pensamiento occidental. El tiempo es otra invención colonial, el pasado es mucho más que pasado y probablemente vive en la brizna que exuda mi pecho, ahí huele a espesura.
Derribar los monumentos y desmontar la estructura que cimentaron sobre nuestras cabezas, es el resquicio para defender la narrativa de nuestras vidas, allí se forman comunidades, amores, tensiones y por supuesto rupturas. Una vez me dijeron que era necesario romper la semilla, para que germine, ese quiebre duele, muchas veces significa vencernos a nosotras mismas, brotando insectos y hierbas de nuestras carnes. Cuando la desmonumentalización del pensamiento se concreta, nos estremecemos ante la fuerza antigua que nos atraviesa. Removidas encontramos nuevas estrategias para nunca soltarnos la mano, no es que dejemos de temblar, es que aprendimos a temblar de otra manera.
[1] LORDE, Audre. “La hermana, la extranjera”. Horas y Horas, Madrid, España, 2003, pp., 16.
[1] ANZALDÚA, Gloria. “Esta puente mi espalda”. Ismo, San Franciso, EE.UU., 1988, pp., 219.
Gabriela Contreras
Melipilla 1983, escritora y editora gorda anticolonial, lesbofeminista, diplomada en género y cultura Latinoamericana. Iniciadora de editorial FEA (Feminismo/ Estrías/ Autogestión). Ha publicado los poemarios Leporina (2012) Subterránea (2014) editorial Moda y Pueblo, en España es parte de las antologías “Acá soy la que se fue, relatos sudakas en la Europa fortaleza” y “Devuélvannos el oro, cosmovisiones perversas y acciones anticoloniales”.