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¿Qué comeremos mañana?

Por Edgar Solis Guzmán

El mercado Uruguay en la ciudad de La Paz es una pequeña ciudadela donde confluyen variedad de negocios, inimaginables para algunos, pero sobre todo amistades y afectos que se van construyendo a la medida de las personas. Los callejones del mercado semejan las calles de la ciudad, la de zonas populosas o antiguamente llamadas “ciudades de indios”[1], callejuelas tortuosas, sin orden aparente, como ríos que desvían su cauce de tanto en tanto.

Ubicado sobre la avenida Buenos Aires, calle Max Paredes y Chorolque, el mercado colinda con la subalcaldía del distrito Max Paredes y el temido barrio Chino[2] de la ciudad, toda esta zona se mueve a medida que se reinventa la urbe desde su espíritu negociante, como es posible apreciar en sus barrios y en sus habitantes. Desde las cinco de la mañana la vida del mercado es una explosión de actividades sin descanso, las carniceras van llegando para recibir y entregar la carne de res de los mañazos[3] dedicados a este rubro. Saludan a sus vecinas verduleras que hacen trasladar todo tipo de verduras desde otro mercado cercano a éste, para ello tienen a disposición a los cargadores[4] siempre dispuestos y solícitos con ellas. A las seis de la mañana los puestos de desayuno ofrecen el tradicional “paceñito”, pan marraqueta, queso criollo y servido con café o sultana, además de otra variedad de desayunos al alcance de todo tipo de bolsillos. En ese transcurso se oye el bullir de los animales vivos, criados para el consumo, la compañía o el sacrificio: gallos, gallinas, conejos, palomas, gatos y perros. Las abarroteras van llegando para mover e instalar toda su mercadería de harina, arroz, fideos, aceite y las infinitas variedades de semillas y granos de consumo. Para las siete de la mañana, ajetreadas, llegan las comideras y pescaderas, los rubros de comida cocida que se ofrecen desde las diez de la mañana. Y las chifleras[5] son las últimas en llegar, vienen anunciando a voces sus nuevos ungüentos contra el mal de ojo y la depresión. A medio día el mercado es un ente vivo que convoca a una infinidad de mujeres que mueven tanto su economía como la de la ciudad y del país al ritmo de sus polleras, sus trenzas y sus modos de hablar tan afectuosos. El mismo Jaime Saenz escribía una crónica sobre los mercados, “como institución, inseparable de la chola paceña, la cual es por derecho propio su dueña y señora”.

A principios del mes de febrero regresé al puesto de doña Pascuala. Ella me observó con desconfianza y cierto desdén, como queriendo recriminar mi ausencia por un mes, pero tuvo que cohibir sus reclamos porque había muchos comensales que atender. “Habías vuelto joven”, me dijo mientras me ponía el ojo acusador que lograba avergonzarme. “¿Sopita de maní?”, me preguntó y yo asentí con un gesto de afirmación. Doña Pascuala es una chola paceña regordeta que bordea los 60 años, comidera del mercado Uruguay y una de las más antiguas de este recinto. Cocina desde las siete de la mañana una variedad de platos criollos para las exigencias alimenticias de cargadores, albañiles, alcohólicos, cholas, ambulantes, etc., que son sus comensales asiduos. Su puesto no solo ofrece comida, más de una vez la vi atender a otras mujeres que la buscaban porque sufrían violencia familiar o tenían que resolver problemas de alquiler de puestos o abusos en el trabajo con otras comideras. Otras veces la vi regalar comida a grupos de alcohólicos y cleferos[6] que deambulaban por el mercado pidiendo en cada puesto, “gracias mamita”, le decían mientras se les aclaraba la mirada y se les abría el apetito.

Su puesto está ubicado en la parte central del sector de comidas, es uno de los puestos más grandes y tiene tres mesas largas con sus respectivos bancos de madera donde comen aproximadamente hasta 100 personas, en diferentes turnos, en horario concurrido de medio día. Donde, además, se ofrece el noticiero diario en un televisor de pantalla plana de 50 pulgadas. La sopa de maní, siempre caliente, lo sirve en un plato hondo y tiene que “estar bien concentrado”, me dijo alguna vez, es decir, que doña Pascuala deja hervir, desde muy temprano, hueso blanco, hueso rojo, nervio de toro, con sus criadillas incluidas, carne de res, chalona[7] y uno que otro condimento junto al maní molido. Una vez que este caldo concentrado está hervido coloca la verdura y el fideo macarrón, la papa lo deja para el final. Y lo sirve con un buen trozo de carne de res, papa frita y perejil. Realiza el mismo procedimiento para los otros platos, es decir, la base de su sazón son los caldos concentrados. “Bien tienes que comerte pues”, me dijo esa vez observando mi delgadez y comiendo, a su vez, un buen trozo de pollo asado. “Si yo cocino, trabajo, me rompo el lomo, tengo que servirme bien”, agregó y siguió comiendo mientras me ofrecía guiso de pollo para el segundo. 

En los conflictos de la crisis política del país en octubre y noviembre del 2019 doña Pascuala refutaba las afirmaciones de los medios de comunicación que llamaban a esas movilizaciones “la recuperación de la democracia”, ella decía que la mayoría de los medios estaban vendidos. Se ensañaba con sus detractores, algunos comensales que defendían las movilizaciones de las clases medias altas, no les yapaba[8] y se encolerizaba tildándoles de “k’aras[9] vende – patrias”. Sin embargo, escuchaba cuando algunos cargadores decían que nunca habían tenido nada más que su trabajo, aún en su precariedad económica, y que no les importaba si echaban a Evo o se quedaba, que las cosas no cambiarían para ellos, como no cambiaron anteriormente. “Yo no he estudiado joven”, me decía ella, “pero me doy cuenta lo que están haciendo estos k’aras, cómo pues van a golpear cholas, ¿qué cosa somos pues?”, me preguntaba tratando de entender toda la violencia desatada contra las clases bajas del país. Cuando la situación se complicó aún más empezó a regalar maíz y chuño a las personas que lo requerían porque se venían semanas de desabastecimiento y el mercado cerraría.

A principios del mes de diciembre, cuando se asomaba cierta normalidad, la encontré muy enojada con lo que le había pasado al país. Se sentía triste por todas las muertes de los sectores empobrecidos y empezó a desconfiar, como muchos, del gobierno transitorio y sus intenciones “democráticas”. El país vivía una calma aparente, había demasiada tensión social por las masacres de Senkata y Sacaba[10] y cada día parecía un respiro forzado. La molestia se sentía en las palabras de doña Pascuala cuando veía a la señora Janine Añez, presidenta transitoria, aparecer en la televisión con algún mensaje presidencial, decía “¡otra vez esa chapi choca[11]!, ¡cambien de canal!” y se dirigía a La Nancy, su joven ayudante que siempre la acompañaba. A mediados de marzo, cuando ya se sabía de casos positivos de coronavirus en Bolivia, doña Pascuala atendía hasta las 15:00 horas y yo llegaba al término del horario permitido para almorzar. “¡Tan tarde joven!”, me reclamaba y me servía un plato de sopa de maní mientras me decía “¡comé, comé, calientito está!”. En toda Bolivia se habían suspendido las actividades educativas en sus diferentes niveles, había mucho miedo y paranoia por el coronavirus, la gente se volcaba a comprar cloro, lavandina, alcohol en gel y barbijos. En la ciudad de La Paz se había determinado medidas de distanciamiento social y cierre de restaurantes, discotecas y centros gastronómicos que aglomeren más de 500 personas. Los mercados se resistían a todas esas medidas porque la mayoría de las mujeres trabajadoras, sobre todo las ambulantes, sobrevivían con lo que podían vender al día. Los medios de comunicación ya anunciaban la cuarentena total y doña Pascuala andaba preocupada por su crédito bancario y la hipoteca de su casa, no creía en el sistema de salud porque, precisamente, años antes se había endeudado quince mil dólares para salvarle la vida a su marido, pero igual había muerto. “Tengo que pagar esa deuda parar liberar mi casa”, decía, “¿de dónde voy a pagar si vamos a cuarentena?”, me preguntaba y yo no sabía qué responderle.

El martes 7 de abril, a las 11:45 horas, almorcé la última sopa de maní en el puesto de doña Pascuala. Ella no estaba, solo su hija y La Nancy atendiendo con las persianas semiabiertas, me contaron que todos esos días estaban siendo hostigadas por los guardias municipales que tenían orden de cerrar el mercado y permitir la venta, solamente, de carnes, verduras y abarrotes. Lo demás no estaba permitido, bajo sanción de decomiso de materiales de trabajo y clausura de sus puestos. Sin embargo, varias comideras se animaban a abrir sus puestos y atender a los comensales que llegaban a pesar de la cuarentena total. La mayoría de las personas que comían era adultos mayores solitarios que guardaban parte de su comida en bolsitas de plástico para sus mascotas. Una tía[12] pidió un almuerzo completo para llevar, mientras la atendían, nos contó que llevaba comida a una vecina suya, también adulta mayor, que no podía movilizarse y que vivía sola. Volvió nuevamente y compró otro almuerzo para una venezolana que estaba pidiendo limosna en inmediaciones del mercado. La tercera vez se sentó cansada y pidió su almuerzo, La Nancy le sirvió la sopa y le dijo que no le iba a cobrar. Comíamos en silencio, quizá cada quien pensando lo que enfrentaría durante la cuarentena, aun así, se sentía la familiaridad en el ambiente, la yapa de sopita y su respectiva llajuita[13].

Las semanas siguientes del mes de abril había que improvisar. Comprar maíz cocido y distribuir porciones para cuatro días, acompañarlo con ensalada de tomate, cebolla y sardina; más bien doña Pascuala me enseñó a reconocer el maíz fresco del guardado, me presentó a su casera[14] de verduras, “para que no te engañen”, me decía. Había que comprar alimentos no perecederos para guardarlos sin necesidad de refrigeración, comprar porciones de papa, arroz o fideo cocido y acompáñalo de ensalada de zanahoria y queso. No debía faltar el pan, lo menos perecedero, que se podía guardar varios días y se podía comer con todo. O las ensaladas crudas de lechuga, zanahoria, tomate y huevo duro. Poco a poco las medidas fueron recrudeciendo, desplegaron fuerzas militares y policiales para el control, no había forma de entender lo que pasaba, salíamos de una crisis política y social para entrar a una crisis sanitaria mientras los casos positivos de coronavirus aumentaban cada vez más.

Todos los martes, los días que tengo permitido la salida, hago un recorrido por todo el distrito comercial y populoso de Max Paredes. Casi al finalizar el horario permitido regreso al mercado Uruguay para ver si doña Pascuala está vendiendo, no la encuentro, el sector de comida está completamente cerrado, ya sus callejuelas se acumulan de basura que la gente va dejando al pasar y de polvo que al parecer nadie barre. Parece ayer que el mercado estaba vivo, en todo su ajetreo cotidiano, y la comida fresca y garantizada se exhibía rebosante en los platos y el apetito de los comensales que la devoraban ávidamente. Al salir del mercado, en los pocos puestos de periódicos impresos que han mantenido sus ediciones, alcancé a leer un titular del periódico “Página Siete” que decía: “Por decreto, el Gobierno da vía libre y acelera el ingreso de transgénicos a Bolivia. El Decreto Supremo 4232 fue aprobado el jueves e incluye el uso de semillas genéticamente modificadas de maíz, caña de azúcar, algodón, trigo y soya”. No puedo evitar la rabia con esta noticia que ya se había anunciado, impulso económico le dicen, doy la vuelta para observar el mercado y me pregunto: ¿qué comeremos mañana?.


[1] En la época colonial, siglo XVI, la ciudad de La Paz estaba dividida por el río Choqueyapu, que pasa por el centro de la ciudad, en una parte para los españoles, donde hoy se encuentra la plaza Murillo, el Palacio Quemado y la Asamblea Legislativa Plurinacional, y una parte para los indios, toda la zona comprendida alrededor de la iglesia San Francisco y las zonas populosas y comerciales de la ciudad.

[2] También llamado el Tokio de la ciudad, es una zona de la ciudad de La Paz donde se genera comercio de productos usados, ropa, calzados, artefactos electrónicos, libros, DVD, comida, etc. Su característica principal es que aglomera comercio informal que, según autoridades, proviene de actos delictivos en la ciudad.

[3] Es el comerciante mayorista de carne de res, su trabajo consiste en viajar a ferias campesinas de comunidades cercanas a la ciudad de La Paz, comprar ganados y hacerlas faenar en los mataderos municipales o de algunos mercados para luego vender al por mayor a las carniceras.

[4] Es un migrante indígena que trabaja en los mercados de la ciudad, es la persona que carga y traslada toda clase de mercadería para las comerciantes, ha sido descrito por el escritor Jaime Saenz en su libro Imágenes Paceñas, y buena parte de su narrativa, como el aparapita.  

[5] En el libro de crónicas Imágenes Paceñas de Jaime Sáenz la chiflera es la mujer que “posee extraños y singulares conocimientos en materia de magia y medicina tradicional”, conoce las propiedades curativas de las hierbas andinas. “Es una mujer que desde chica ha aprendido a curar y a ser bruja”.

[6] Personas indigentes, solas o en grupos, adictos a la inhalación de clefa (droga en base a gasolina).

[7] Carne de oveja, salada y secada al sol; charqui de cordero. En algunos casos la chalona también se hace carne de res.

[8] “Añadidura de determinada mercancía que el comerciante cede al cliente luego de su compra como atención o gesto de amabilidad”. Diccionario de Google.

[9] Es una palabra en quechua que se usa despectivamente para referirse al blanco, de clase media alta, que no habla el idioma originario aymara o quechua en Bolivia.

[10] Son las masacres ejecutadas en noviembre del 2019, durante la crisis política en Bolivia, en las zonas de Senkata (ciudad de El Alto) y Sacaba (ciudad de Cochabamba) llevada a cabo por la presidenta transitoria Janine Añez que dejó un saldo de 37 muertos y varias centenas de heridos. Esta masacre fue ejecutada por las Fuerzas Armadas y Policiales de Bolivia protegidas por el entonces decreto No. 4078 que eximia de responsabilidades penales a los mismos.

[11] Según el Diccionario Abierto de Quechua ch’api significa “barbudo, peludo” y choca es el coloquialismo boliviano para referirse a las personas de cabello rubio, natural o teñido. El significado completo seria “la del pelo rubio”, también se usa despectivamente para referirse a las personas con cabellera teñida de rubio.

[12] Se usa la palabra tía o tío para las personas de la tercera edad, es un uso fraternal de dicha palabra en las comunidades indígenas, aunque no se tenga una familiaridad consanguínea.

[13] Salsa de tomate, locoto, quirquiña y otras yerbas aromáticas.

[14] Es un coloquialismo boliviano para referirse a las vendedoras o comerciantes y en algunos casos también para los y las clientes, se usa cuando se tiene confianza y amistad con la persona.


Edgar Soliz Guzmán

Escribe poesía, crónica y cuento homoerótico, investiga literatura de tema homosexual en Bolivia. Es integrante de Movimiento Maricas Bolivia, co-produce y co-conduce el programa radial “Nación Marica” que se emite por Radio Líder 97.0 F.M., de la ciudad de El Alto. Cholo, pobre y maricón.


Intervención de imagen de portada: Paula Baeza Pailamilla