La cuarentena ha sido un viaje sin retorno, cruzar las barreras del territorio, desmontar espejismos, aquellos que hacen que las hierbas sean mejores al frente[1].
Respondemos a la provocación sobre cómo profundizar en los tránsitos de nuestras producciones, para acercar nuestros mundos y corazones, a partir de relatos propios en tiempos de pandemia. Nuestro lugar concreto es la calle 4, un poco más cerca de casa, un tanto lejos de cualquier otro lugar, en la curva sobre una montaña, con una rivera al lado, llena de terrenos vacíos, vacas y perros desconfiados.
La calle 4 es para nosotrxs el lugar de tránsito donde algo, o todo, ocurre mientras nos designan rígidas restricciones de movimiento ¿Cómo podemos estar peor? Con la cuarentena aprendimos que siempre se puede estar peor; atravesamos el miedo, la angustia del encierro, la impotencia por el hambre, el disgusto cuando vemos militares en las calles cercándonos, imaginar que ellos llegaron antes que el virus. Sin ánimo de provocarles relatos pesimistas, intentamos contarles nuestra experiencia situada en un barrio de la ciudad de La Paz, con todos los matices posibles, partiendo de una energía persistente, la de la impresión, pues esta situación no deja de sorprendernos.
Y entonces, coronavirus llegó… La normalidad requiere la fe de lxs normales y la pandemia ha desgarrado el manto de esa fe. La “normalidad”, ahora entrecomillada, quedó expuesta como la tramoya que es: nada de normal tienen la pobreza, el machismo o la destrucción planetaria.
La falacia de la igualdad. No somos iguales, no son las mismas condiciones, podemos atribuir lo que nos sucede al encierro, pero va más allá. Desde que inició la pandemia los grupos de vecinxs blanqueadxs se activaron, para protegerse colectivamente de un enemigo invisible. El coronavirus es una excusa, el menor de los problemas. Lo que les preocupa son los salvajes, los incivilizados, esos seres que salen de sus casas sin barbijo y buscan contagiar a quienes intentan desesperadamente obedecer todas las medidas de seguridad.
Limpieza de aceras, desinfección de calles con agrotóxicos, lavado permanente de manos, barbijos y guantes de plástico, alcohol en gel, lavandina, se convirtieron en prácticas cotidianas de protección frente al coronavirus. Incluso el barrio pretendía organizarse para pedir donaciones que posibiliten la compra de cámaras de desinfección para ubicarlas en las calles de ingreso, como si los caminos oficiales fueran los únicos utilizados por la gente para conectarse con otros barrios.
Desde esta perspectiva, las vendedoras aimaras, las birlochas, las cholas, las chotas, son unas irresponsables, dejan las manos expuestas sin guantes, salen a las calles, visitan la ciudad de El Alto para conseguir los alimentos que les venden a precios exorbitantes. Ellas, consideradas como usureras, son una especie de paso-obligatorio sin humanidad entre las consumidoras en pijamas y el producto que llevan a casa.
Al medio de tremenda disputa, está Gladys, justo en el inicio de la calle 4, sobre la circunvalación, orgullosa del enfrentamiento reciente que tuvo en el mercado Rodríguez, donde ella encontró los cilantros y los perejiles vendidos en su puesto. Gladys nos comparte su disputa: “nos hemos peleado por las hierbas, todas quieren llevar un poco para vender, ¿qué vamos a hacer? Todo sea para proveer el barrio”.

Y es que develamos la falacia de la igualdad, un compromiso con los suyos, los identificados como propios de su origen. Cobra sentido la cuarentena para minorías convencidas que necesitan respetar las normas, para parecernos un poco, al menos un tanto, a las experiencias italianas, españolas, donde los drones y militares en las calles están para proteger a humanos del enemigo invisible.
Porque la demanda por continuar trabajando, en un país donde el 70% de la economía es informal, donde la enfermedad preocupa menos que el hambre, coexisten mayorías impedidas de sus medios de subsistencia, en tanto algunos puntos en el mapa logran cuarentenas extendidas con Digital Home pluri multi working.
Cómo contrastan los actos de obediencia civil, con las calles 9 y 13 del barrio, justo al lado de la cancha, frente a la iglesia, la pollería, la posta y el centro de venta de gaseosas, donde lxs comunarixs del barrio, disfrutan del sol, una buena charla y algunas wawas alborotadas sobre el pavimento de piedra.
Auto organización sobrepuesta. En nuestro barrio se sobrepone una organización territorial de base civil, OTB, y una organización indígena tradicional, Ayllu. Cada sistema con sus luchas, a veces en diálogo, sólo a veces. En el contexto de la pandemia, para cada organización, las medidas gubernamentales significaron posibilidades distintas de auto organización, donde se trastocan los sueños indios con los sueños blancos.
Las réplicas de organización comunal posibles en un mismo territorio son una dosis ejemplificadora de la configuración del Estado en Bolivia, una muestra de la imposibilidad de construir un estado de bienestar porque sostienen políticas de criminalización de quienes no están de acuerdo con las medidas de salubridad.
Ser de la organización barrial civil es de algún modo, la posibilidad de gestionar el cuidado a partir del Estado, en cambio, las instituciones autónomas comunales aymaras, defienden la gestión del cuidado de la vida más allá del Estado. Una suerte de maniqueísmo que inició en noviembre con la caída del gobierno de Morales, factor polarizante para una sociedad separada entre masitas y pro-pititas[2].
Para una porción importante de la organización barrial civil, el incumplimiento de la cuarentena es una actitud develadora de la afinidad política por el partido del MAS y sus afanes electoralistas. También se lee al indio indisciplinado que recurre a la negligencia como forma incivilizada de actuar, desde la desinformación y la ignorancia. En contraste, la organización comunitaria ve a su paralela, organización civil, como: ajena, peligrosa, clasista y racista; entretanto aleja sus procesos organizativos adoptando estrategias como el reconocimiento de los herederos ancestrales del territorio, aquellas personas nacidas en el seno de la comunidad. Potencian sus asambleas comunales en el idioma aimara, y solo se aproximan a las dirigencias barriales para reclamar derechos, por ejemplo, el acceso a canastas solidarias del municipio.
No hay, no queremos que haya, retorno a la normalidad. Si el estado de excepción se ha convertido en la regla, la tragedia es que, incluso antes de la pandemia, las cosas sigan tal y como han sido hasta ahora.
Somos lo que comemos, somos donde compramos. La cuarentena nos dejó con los pies como transporte, las bicicletas, las patinetas para llegar a centros de abasto. Al inicio los imaginarios sobre las distancias estaban medidos por el tiempo de traslado en un trufi[3], 10 a 15 minutos desde el barrio. Desde el encierro nos quedaron 4 horas, una vez a la semana, para proveernos de alimentos, tiempo suficiente para caminar cargando insumos en bolsones, maletas, algunos vecinos con alta tecnología, lograban adaptar sus bolsas de mercado a cómodos carritos de ruedas.
Dentro del barrio estaban las tradicionales caseras, las señoras que alimentan a la vecindad con tiendas de abarrotes, bien surtidas, separadas del público con rejillas de protección. Comprar en el supermercado próximo al barrio, privilegio de algunas casas, dejó de ser la primera opción de aprovisionamiento, factores como la distancia, el peso, y el tiempo gradualmente hicieron que las compradoras lleguen a las puertas de las caseras.
Para el supermercado las autorizaciones de venta siempre fueron posibles, situación tan distinta para agricultorxs de áreas rurales castigados con 1500 a 2000 Bs por acercarse a las ciudades con sus productos.
Conocimos a Evelin, joven madre soltera, convencida que la única salida para el hambre resultante de la cuarentena era viajar al campo. La vuelta al campo está siendo una posibilidad para sostenerse frente a la crisis económica, además el virus está en las ciudades, en las zonas donde vive la gente rica que viaja a Europa. El campo es refugio, es resistencia, porque hay comida.
Cámaras vigilantes. Experimentamos la diversificación de la vigilancia, las patrullas policiales junto a camionetas militares rondan el barrio buscando indisciplinados para extorsionar. Junto a ellos, de manera gratuita crece un grupo de vecinxs armados con celulares inteligentes, para tomar fotografías de las personas que salen a las calles fuera de horario, llaman a la policía, les hacen su trabajo.
Nos observan cuando salimos, porque ahí es cómodo vigilar, sin embargo, cuando violentan a nuestras vecinas, o lxs niñxs gritan en los patios por recibir brutales golpes, entonces ahí, los celulares pierden protagonismo. Hace dos noches hubo un intento de feminicidio, un hijo adulto golpeando a su madre, los gritos resonaban en el cañadón junto al río y nadie dijo nada, solo susurros, murmullos, cuchicheos a distancia.
Para las cámaras vigilantes, si protestas en contra del gobierno eclesiástico-militar, mereces ser apuntado. Son dos fines de semana que sacamos ollas, cohetes, instrumentos musicales, para protestar por la violencia en el país. Se llega a percibir de donde salen los cacerolazos en tu calle, sabes quién se expresa inconforme, nosotrxs y ellxs sabemos quién es quién en la calle, qué defiende. ¿Habrá sabido el vecino de Achumani[4] quién le disparó con balines cuando decidió hacer un cacerolazo?
Al menos entre cacerolas y cohetes sentimos posibilidades de juntar la indignación, pues el desempleo nos saca a las calles y el hambre es más fuerte que el miedo. En medio del dolor, de las heridas causadas por violencias virales de todo tipo y expuestas en las aceras de nuestras calles o cubiertas por un espeso silencio puertas adentro, está la posibilidad de que las cosas tomen un rumbo diferente.
[1] Por una genealogía propia de mujeres luchonas en nuestro barrio, gracias a Norma, Shaquira, Zuleima, Gabriela, Santusa, Joselin, Mariana, Sofia, Maira, Ivone, Ivy, Gladys, Esther, Moira, Deynara, Silvia, Cirle, Ilse, Mariana, Julia, Irma, Eli, Jiovana, a todas las que circulamos nuestras calles.
[2] Grupo de protestantes contra el gobierno del MAS articulado estratégicamente en octubre 2019, para demandar por elecciones no fraudulentas y la salida de Evo Morales del poder.
[3] Servicio de transporte colectivo del barrio al centro sur.
[4] Barrio de la zona sur de la ciudad.
CABRAS DE ALTURA
Aymara Llanque
Forma parte del movimiento antiracista de Abya Yala, feminista descolonial y cocinera. Es investigadora en sistemas alimentarios, agroextractivismo y consumo/suplantación alimentaria. Nieta de aymaras del altipano Boliviano y de italianxs campesinxs en el sur del Brasil.
Marco Paladines
Forma parte del movimiento migrante de Abya Yala. Es investigador y escritor sobre imaginarios que reconfiguran la memoria desde la arquitectura neo andina, los transformers y otras innovaciones de infraestructura. Nieto de panaderas de Loja, en Ecuador.