Se cuenta en los faldeos de las zonas montañosas, allá arriba, en la puna, donde vive Dios y las tarucas[1] , que hace ya un montón de días con sus noches, ocho mujeres empolvaron sus zapatos a la usanza del balón en los potreros. Eran pobres, iletradas, lujuriosas, aunque reinas como estrellas en las canchas. Solían moverse en un bus sin parabrisas. Un vagón estrecho donde luz y escalofrío les sembraban el color de las montañas. Aun así, viajaban de un extremo a otro tarareando canciones, todas ellas con bufanda, chullo, trenzas y una tosca alegoría. A lo lejos se veía levantarse el polvo de su pobre embarcación. Sin embargo, cuando aterrizaban en un pueblo, en grupo la gente repetía: “¡Allá vienen las guerreras! ¡Allá vienen las morenas de Saxamar!”
En su debut enfrentaron a Visviri: dos goles de bolea y uno de media cancha. Incluso Carmen Inquiltupa –la pastora– atajó un penal mientras los rayos serpenteaban en el tripartito. Esa tarde el pueblo las despidió con fricasé y una pequeña banda de bronce que entonaba huaynos. Luego partieron a su pueblo silencioso con los pies hinchados y enfiestadas de victoria hasta la garganta.
Para jugar contra Socoroma debieron sortear los baches que dejaron las tormentas. “El invierno boliviano es duro, hermanas, hay que ponerle”, decía la DT, Doña Melissa Churata, al equipo que, haciendo juego colectivo, intentaba desempantanar la máquina. Dos horas de trabajo les tomó, más o menos, llegar a campo rival, y peor, constatar que el aguatero, Rubencito, conocido en la comarca como el loco Quispe, olvidó los pantalones cortos en la junta de vecinos.
“De aguatero te morís de hambre, loco Quispe”, le enrostró Chepita. Lo mismo María Luisa e Isabel. En tanto en camarines despertaba una importante arenga:
“Así nomás chiquillas, con pollera”, replicó la DT, predica que fue respaldada por un tremendo grito de ¡hurra! en el camarín.
A la cancha salieron raudas, como tropel de enérgicas soldadas. Algunas con sendos toperoles y calcetas, otras con ojotas rígidas como las piedras. El primer tiempo fue duro y duro también el golazo que Alejandra, la maestra quesera, iniciado el segundo tiempo marcó en el arco rival: un chimbazo de veinte metros que arrasó la malla y fue a parar debajo de un despeñadero. A duras penas resistieron los embates de un enmarañado pero luchador equipo. Pese a todo la contienda terminó como se debe: con abrazos y un bailable que –dicen– se escuchó hasta en los fríos cuarteles del Huamachuco[2] .
Parecido fue el desenlace en Belén y Parinacota. Eso sí, en Pachama, goleada, y el loco Quispe que de tanto festejar y tirar challa, fue a parar a la posta de Putre con oxígeno y suero, rogando al paramédico que lo salvara.
“No me puedo morir”, decía: “Antes ganamos la copa”.
Recorrían el altiplano escuchando cumbia chicha: Los Ronish, Chacalón, Coralí, aunque de vez en cuando hacían pawas[3] , detenidas en algún lugar secreto de la pampa. Estiraban sobre la tierra un aguayo y en él, camisetas, toperoles, canilleras, paquetes con hojas de coca, chachacoma, latas de alcohol Caimán –conocido en otros pueblos como cocoroco–, polleras de lana de alpaca y una que otra chuchería. Porque las morenas no sólo eran mujeres que guardaban en el alma un futbolista, eran, además, precavidas, y no sólo viajaban con DT, aguatero y guitarrista, sino que también con un viejo yatiri[4] que de vez en cuando auguraba la fortuna y la abundancia.
Agradecían también, como era costumbre, a la Pachamama, saludando con respeto a sus criaturas: a las vicuñas, a las llamas, a los guanacos, al cóndor, al suri, a la vizcacha, al puma, que una vez, camino a Cosapilla, se les apareció frente a la micro como un rayo que ilumina el tiempo, para luego diluirse en el paisaje. Otra vez, rumbo a General Lagos, infraganti, sorprendieron a una tropa de cazadores de vicuñas, quienes atacados a pedradas por las jugadoras respondieron con balazos, llenando de zumbidos el silencio. Silbaba el plomo en la pampa, incluso, en medio de un bosque de largas trenzas y polleras. Pero las morenas tenían agallas, eran choras, campeaban y aguantaron la embestida de los cazadores hasta verlos escapar a la frontera, sin más botín que la pólvora húmeda, y la hombría refugiada entre las piernas.
En Colpita jugaron bajo un aguacero. Era tanta la lluvia sobre la cancha que a ratos el balón flotaba. A duras penas llegaban al área rival. Las polleras estilaban, chorreaban sangre del cielo andino. Algunas comuneras llorando le imploraban a la virgen. Los carabineros contemplaban la contienda guarecidos en el calabozo. El árbitro propuso un alto cuando comuneros y vecinos emprendían retirada. Fue ahí que Chupita, el yatiri del equipo de Saxamar, con un cono de tránsito que había cerca del retén, a modo de megáfono, se dirigió a los presentes:
“Paisanos míos, no nos ha mermado la altura, la soledad, no nos han mermado el hielo, ni la pobreza, ni la zarpa del puma, por qué, paisanos, nos intimida el agua, si el agua es la carita de Dios que nos visita, que nos besa el alma y nos engríe. Arriba el espíritu, que la lluvia, como dicen los ancianos, es también la vida. Y ahora pásenme un aguayo y pongan corazón, Jallala[5] ”.
Finalizadas sus palabras, lanzó el mantel de colores, y sobre él, en cada punta, hojas de coca, cocoroco[6] , serpentina húmeda y a viva voz, una oración en el idioma de los antepasados. No pasaron cinco minutos, cuando se frenó el aguacero. Se chantó de un solo espasmo el tajo que el invierno boliviano le hizo al cielo. Los equipos florecieron en la cancha, la galería se llenó de niños, las mujeres calentaron vino, la banda comenzó a entonar sayas. La contienda terminó, como era de costumbre, con un bombazo que Alejandra procuró desde mitad de cancha. Por cierto, el ágape logró estirarse hasta el amanecer. Algunas se durmieron en la micro y otras, como la Carmen o la Ester, encontraron el amor en plena madrugada.
La final se jugó en la localidad de Putre, a estadio lleno, doscientos y tantos comuneros hacían hora entre cánticos y bombos, y una tarqueada que de cuando en vez, dejaba sus acordes serpenteando en el ambiente. Tan famosas eran las morenas, que una delegación procedente de Arica llegó a tantear su cometido: el juego bonito de las morenas, decían, las fantasistas, las warmis[7] del gol. En la cancha las putreñas eran aguerridas. Tocaban siete, ocho, nueve veces, hasta llegar al arco rival donde las manos de la Carmen Inquiltupa eran capaces de frenar remates, chimbombazos, rebotes, puntetes. El equipo de Saxamar contenía el contragolpe formando una línea de tres. A duras penas el juego lograba imponerse. La DT, Doña Melissa Churata, movía las manos, aleteaba simulando una guayata, un pato jergón despegando de las frías aguas del Lago Chungará. Las morenas, pausadas como siempre, profesaban el buen fútbol silenciosamente. A ratos un grito escapaba de las galerías: “¡Métale fuerte nomás, mi niña!”, “¡No le crea, oiga!, ¡no le crea!”, mas, cuando apenas se abría un caminito, Alejandra metía sus disparos, y aunque sin éxito, penaba la pelota como el chiflido del guanaco macho sobre el monte, a pocas horas de venirse la oscuridad. La sufrieron como nunca, agobiadas de buen fútbol y amor a la camiseta. “¡Tiempo!”, gritó la DT, luego las convocó en un apretado círculo donde con la euforia de una madre, apañada de ese acento que sus padres bolivianos le heredaron, se dirigió a las pupilas.
“La línea de defensa no se rompe. Ni pernicioso tiro de cazador mató a guerreras, ni ojo de puma fue en vano, ni las pawas bajo frío, ni lluvia fiera como el mal del mismo diablo, ahora o nunca, chiquillas, ahora o nunca. Ustedes saben nos espera olor de eucalipto, de tunales, de greda dura. Vayan y metan gol, que de acá no hay otra vuelta”. Y las dejó partir, pero antes acarició sus trenzas. El brillo en su boca era el beso de la luz. La mancha del sol vuelta ceniza húmeda, calor y frío.
En la cancha otra vez, corrían imitando a las tarucas, eran vicuñas locas, un manto de suris rabiosos. El tanto no llegó sino entrado el segundo tiempo y de rebote. Fue un trueno el sólo grito de gol que se dejó escuchar. Merecidos los festejos, como también la gloria. Entre abrazos e intercambio de polleras, hubo espacio para que la mano del recuerdo dibujara el camino, las rutas que habían trazado hasta llegar a sembrar en la puna la memoria de sus piernas milagrosas. Se llenaron de lágrimas al tiempo en que los viejos encendían las parrillas. Hubo música, baile y comida. El humo de tanto asado a leña nubló el cielo, vistiendo de un gris pálido el potente blanco de los Payachatas[8] . Incluso, esa tarde, la milicia del Huamachuco pidió franco y aunque todo era festejo, el bailongo luego dio pie a la irrupción de una leyenda. Las morenas se subieron a la micro y nunca más se supo de ellas. Dejaron a un tropel de hinchas bailando cumbias y mirándolas desvanecerse en la quebrada. Se perdió nomás entre los cerros el vehículo sin parabrisas, repleto de jarana y victoria. Se cuenta, eso sí, que en Saxamar volvieron a sus oficios: el queso, el pastoreo, los telares. Sin embargo, en la región quedó su nombre. A veces una madre, una abuela, un tío, recrea los pasajes del equipo y los que oyen, acaso, desconfiados, contemplan el polvo elevarse por las tardes, esperando que un milagro las convoque.

[1] Venado andino
[2] Regimiento Reforzado Huamachuco
[3] Ritual aymara
[4] Chamán aymara de género masculino, iniciado en conocimientos extraordinarios que permiten proteger a las personas. En rigor, la palabra yatiri puede entenderse como “el que cuida y protege al pueblo”.
[5] Jallalla: palabra aymara que significa ¡que viva!, ¡honra!, ¡gloria!
[6] Cocoroco es el nombre que se da en algunas partes del norte de Chile, al etanol introducido en este país por contrabando desde Bolivia.
[7] mujer
[8] Los Nevados de Payachatas –en aymara: payachata, ‘gemelos o mellizos’– son un conjunto de dos volcanes activos, compuestos por el Parinacota y el Pomerape, situados en la frontera que divide Bolivia y Chile.
Estefanía Bernedo Plazolles
(Arequipa, 1987). Psicóloga. Obtuvo el Segundo Lugar Nacional en el Concurso Historias de Nuestra Tierra del FUCOA el año 2017 y la Beca de Creación Literaria del Consejo del Libro y la Lectura el año 2018. Senda Llacunes es su primer libro, recientemente ganador del Premio Marta Brunet en la categoría juvenil.