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Desde ese sur

Por Claudia Curimil

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Nací de madre chilena, y padre mapuche. Esto lo supe avanzada la niñez. Me hubiera gustado que mi padre me lo contara, pero esta morenidad fue una herida del tamaño de una generación. Gran parte de mi vida ha tenido que ver con arreglármelas con esa mixtura y ese silencio acentuado por la vergüenza. 

Mi padre migró siendo niño desde Cunco, Temuco, hacia la Santa Olga, en Lo Espejo. Mi madre nació y creció en la Santa Adriana, Pedro Aguirre Cerda. Se conocieron en el pem y el pojh. Nací en ese sur de Santiago a mediados de los 80. De la piecita en Lo Espejo, nos  fuimos a la casa en San Bernardo. La infancia se pobló de ese sur poniente, de aquel suelo de tierra mezclada con vidrio cuando acaba el cemento, de preguntas sobre esos monumentos enormes que eran las copas de agua. Pasajes angostos de ancho cariño, resbalines oxidados, columpios chirriantes, señoras tomando el fresco, bombitas de agua, chismes, cumbias para año nuevo, tíos curaos, peladeros abiertos a volantines, balazos, vecinos locos, locas, paseos al parque O’higgins. Vacas y sauces en el patio de la escuela, compañeros con olor a pan quemado en las mañanas. 

Mi madre se empeñó en que aprendiera a leer antes de la escuela, incluso, antes de que hubiera libros en la casa. Los libros llegaron en forma de Icaritos que trajo mi abuelo paterno, a quien nunca escuché hablar mapudungun, pero sí interpretar el lenguaje de los pájaros. Pasaba silbando, como quien confía en el andar. Dicen sus hijas que sólo hablaba en mapudungun cuando discutía con mi abuela, para protegerlos. A los hijos no les enseñaron mapudungun, para protegerlos. El castellano de la escuela trajo los libros. Prefería cantar. Sacando cuentas, era una familia que prefería cantar. Mi padre cantaba por las mañanas. Cantaba y contaba. Trabajó años como contador, de números, no siempre es posible contar la historia. El canto fue un quitapenas. Un espantacuco. Por las noches mi hijo pide canciones antes de ir a dormir. A veces prefiere canciones en castellano, y otras pide la única que sé en mapudungun. Mamá, cántame la del ngürü. Las primeras palabras que supe en mapudungun, fueron ¡winka trewa! La frase que gritaba, descalza por la Santa Olga, la Allinkao Linares, mi bisabuela.

Cuarenta años después de haber dejado sus tierras, mi abuelo  construyó una nueva casa en Cunco. La primera se la llevó el fuego, el mismo fuego que se llevó a sus hijos. No a todos. A veces, se sobrevive al fuego, a la humedad, al racismo. En esta nueva casa, escuché una noche, por primera vez, a mi abuela hablar mapudungun teniendo una pesadilla. Supe del golpe. De la insistencia en esa memoria nocturna. Tomé su mano, me quedé ahí. Supe que para que algo exista, necesita un lugar. Para un dolor, una lengua.  

El recorrido continuó del sur al centro, del centro al nor oriente, para adquirir un oficio. Las dos horas de viaje señalaron las diferencias de paisajes. La violenta desigualdad de la ciudad. Cultivé una rabia oscura que se confundía con la de mi padre, tuve que afirmarme a la morena ternura de mi madre. Ternura necesaria para sortear la dureza de mi abuela, y su pasar silencioso, enigmático, que sólo pudimos abrazar. A las abuelas les dijimos “mimi”, pasa que cuando las abuelas están muy presentes, les cambiamos la vocal o sacamos el acento, no son mamás, pero son mamita, mama, mimi, meme. La mimi tuvo doce hijos, mi madre es Isabel tercera, las dos primeras murieron al nacer. Fue una niña trabajadora y pelusa. Esto la distrajo de las catástrofes. A veces pienso que enseñarme a leer tan temprano fue para distraerme. Le agradezco la posibilidad de viajar. 

Este año murió mi abuelo. ¿En qué lengua lo íbamos a despedir? Hurgueteando entre sus objetos encontré unas hojas añosas escritas en mapudungun, era una misa. Seguramente un registro de lo que fue el tiempo de evangelización para él; encontré también una tarjetita de presentación que decía “encuadernador”, artesano de reunir las hojas, pensé. Decidimos despedirlo entre mandolinas, pajaritos, y un afafán. Al Arsenio no le gustaba nada de mapuche, dice mi abuela, con gesto resignado. Pienso que a ella la amó. 


Claudia Curimil Hernández

(Santiago de Chile, 1985) Psicóloga, psicoanalista. Ha trabajado acompañando a mujeres embarazadas, y a recién nacidxs junto a sus madres en contexto hospitalario, así como a bebés, niñxs, y sus cuidadores en diversos contextos. Dedicada a temas de infancia y vínculos tempranos, a procesos de memoria y simbolización en el ámbito clínico y cultural. Autora de artículos y columnas sobre temáticas de infancias, memorias, violencia.

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