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Fugas, retazos y olvidos

Por Javiera Quiroga Curin

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Mis abuelos son cinco, ya todos fallecidos. Mis raíces son del norte y del sur, pero sobre todo del sur. Se componen por M., quien nació cerca de Padre Las Casas; L., proveniente de Iquique y que falleció muy tempranamente; N., originaria de Renaico, mi abuela adoptiva en ausencia de L. H., abuela paterna nacida en algún lugar de Chiloé y J., abuelo paterno, nacido y criado en San Bernardo.

Dentro de esos nombres palpitan historias y penas. Demasiadas penas quizá. Los relatos de mis abuelos y abuelas me los traspasaron mis padres sin lágrimas, sin embargo, a mí desde muy chica me estremecían. Mi abuelo materno llegó a Santiago antes de los diecisiete. Era mapuche y aunque nunca nos quiso contar a los nietos,  los mates, cuernos y hierbas de su casa lo develaban. Mi abuela materna falleció cuando mis tías y tío aún eran pequeños. Mi madre no la recuerda mucho, salvo el olor a flores del día que partió. Mi abuelita N. mientras tanto, tenía una historia un poco más feliz, pero también como mi abuelo, había migrado por la pobreza del sur. Por otro lado, mi abuela paterna era hija de un italiano que llegó a Chiloé, un colono presumo. Ella escapó a Santiago buscando un mejor destino y aunque a ratos esta historia no se cumplió, logró conseguir un terreno para construir una casa para criar a sus hijos. Una casa esquina en la que afuera la despedirían con pañuelos blancos. Sobre mi abuelo paterno cruje silencio, contradicción y cariño que aún es difícil trazar.  

La historia de mis abuelos es una historia de fugas constantes, de reconstruirse para habitar otras vidas que borraron recuerdos más antiguos. Aunque he insistido en conocer más allá de esas historias, las memorias se escurren. Se mezclan viejos y nuevos detalles. A veces, algunos familiares me dicen que hasta ahí recuerdan, aunque suelo insistir en descubrir qué había antes de que llegarán a Santiago, qué había antes de ese hito forzoso. Cuando interrogo a mis padres tampoco hay novedades. El relato siempre es el mismo. Incluso cuando visito las tumbas de mis abuelos y les pido que me entreguen sueños o más recuerdos, pareciera que no quieren que conozca más. A veces creo que quieren que me quede con las fotografías que tenemos juntos, con la infancia feliz que me ofrecieron. Así leo su silenciosa respuesta. Quieren que resguarde esos retratos cariñosos del álbum familiar, que atesore las miradas de orgullo cuando contemplaban a sus descendientes, las bienvenidas alegres en cada visita y los abrazos cariñosos que nos daban a mí y a mi hermana. 

Mis abuelos son prófugos de sus relatos, de sus antiguas tierras y direcciones que no se logran fijar con claridad en los mapas. Sus historias antes de llegar al Pikun Mapu son borrosas y difusas, como si esas viejas vidas por obligación o deliberación se hubieran archivado para no ser descubiertas. Durante mucho tiempo pensaba que tanto desconocimiento era solo mala suerte, pero los años y las historias de otras amigas y lamngen me enseñaron que en el olvido familiar no hay casualidad. 

No era cuestión de suerte que quienes nos criamos en la periferia rara vez supiéramos tan poco de los abuelos y casi nada de quienes estuvieron detrás de ellos. Tampoco fue un error tanto patrimonio ostentoso para tan pocas familias. Sin embargo, aunque no gozáramos de costosas reliquias familiares, supimos conservar con orgullo las costumbres de las que nuestros abuelos y abuelas no supieron esconder y nos traspasaron como auténticos regalos.  Recogimos y armamos nuestros árboles genealógicos a punta de retazos y parches, de esas historias incompletas y nos amarramos a las miradas, abrazos y contradicciones de quienes se abrieron camino en esta ciudad dispersa. 

Aunque hay relatos que nunca voy a conocer, quiero mantener con nitidez en mi cabeza los rostros profundos y las sonrisas amplias de quienes me precedieron, a esas vidas que se pudieron volver a tejer y reconstruir en medio de urbes ajenas. Que pudieron asir sus propias líneas de tiempo y que lograron asentarse, quizá lejos de sus tierras, sobre nuevos pastizales o tierras baldías para armar, para quienes vinieran después, tuvieran un mejor pasar. 


Javiera Quiroga Curin

Nacida y criada en Santiago. Profesora y lingüista mapuche. Enseña mapudungun en cursos iniciales y cursos de Lingüística o Lengua y Literatura en escuelas y universidades. También investiga en torno a la socialización del mapudungun.

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